LA ESCRITORA DE CARA AL MILENIO
Arrastrando largas túnicas
sucias con el polvo de las cosas pasadas,
mil años se alejan.
Mil años más —blanco rebaño de ovejas impredecibles—
vienen balando sus interrogantes.
Preguntan si intuyo los signos
que alumbrarán su existencia;
si puedo adivinar la huella leve que dejará mi voz en la colina
donde se arremolinan los augurios,
los ecos que permanecerán en el ancho granero donde se guarda el viento
cuando calla.
A menudo me embosca la tristeza de imaginar un mundo árido.
La viva voz cediendo ante la cacofonía de digitales
impulsos eléctricos.
No puedo evadir la pregunta de si la mirada conservará su oficio
de ver la lluvia destiñendo la tarde sobre las paredes,
deslavándola en rosa y amarillo.
Me aterra la idea del ojo sin más paisaje que el cuadro de luz de una pantalla omnipresente.
Temo que las ovejas de este rebaño de años que se acerca
traigan en sus pequeños cuerpos rollizos
la escabrosa posibilidad de transmutarse en aluminio, acero inoxidable.
Imagino mi horror de pastora apacible
cuando descubra la llave de metal, la cuerda,
el sonido de engranajes sustituyendo el aleteo rítmico del corazón.
Me aterra la idea de años sin alma;
años en que el tiempo sea más importante
que el hombre y la mujer dentro del tiempo.
Sufro ante la posibilidad de que caiga el olvido
sobre la calidez sencilla
de las pequeñas felicidades cotidianas.
Que se pierda en el deslumbre de la máquina
la insuperable dulzura de la piel,
el mínimo y perfecto cosmos
transmitiendo sin más programa que el de la sangre en las venas,
el universo del amor, la furia,
la soledad buscando quien la libere del silencio.
Pero
¿cómo evitar la seducción de la electricidad, la superconductividad,
las infinitas circunvalaciones de un microprocesador?
Me tienta el zumbido erótico del espacio cibernético.
La promesa de expansión, el plausible don de la ubicuidad, la naciente orgía
del conocimiento, el laberinto de infinitas ramificaciones donde otras mentes
se interconecten con la mía.
Combinarme, compartirme, ser pura energía, calentar con mi pasión de animal de pelos largos el frío metal de circuitos intrincados. Ponerle música de cumbia o merengue, movimientos de caderas a los bytes —mordiscos minúsculos en los que viaja la palabra. Abrir dentro del espacio virtual puertas insospechadas por donde se cuele la esperanza. Por donde penetren los ruidos del hombre y la mujer martillando el yunque del mundo. Impulsos eléctricos por donde viaje la alegre promesa de un cielo en la tierra.
¿Cambiará mi oficio ese cuadrilátero celeste que brilla sobre mi mesa de trabajo?
¿O será a mí a quien corresponda inspirar rebeliones cuando mis palabras agiten alas en habitaciones distantes y el ordenador huela a canela y transmita lirios,
mientras baten a rebato los cursores como pequeños ecos del corazón?
¿Seré cibernauta en una era de exploraciones
donde se develen los territorios amplios de la conciencia,
las infinitas combinaciones de lóbulos y parietales interactuando?
¿Asistiré a la danza impredecible de millones de mentes reflejándose entre sí,
expandiéndose y volviéndose a reflejar. Una infinita cantidad de neuronas
estimulando, acariciándose, haciéndose el amor?
Comunidades convocadas con el leve pulsar de una tecla
cohabitando en el espacio común de una misma inteligencia.
Los barcos en la niebla del ciberespacio sonando sirenas de navegantes.
La sigilosa desaparición de cercos y alambradas.
La palabra como principio vital. ¿Los números su alimento primigenio?
¿No será acaso nuestro sino el de implantar la armonía
en esas regiones trasparentes abandonadas a la casualidad
o a la sagacidad de adelantados mercaderes?
¿Ganarle terreno al cinismo y la ironía que niega al Verbo su carnalidad,
su olor a magnolias. Que intenta separar el heliotropo
de su sobrecogedora fragancia nocturna?
¿No estaremos llamados a afirmar la redondez del cuerpo o la manzana
en un mundo de fisonomías esquivas, de rostros intercambiables
de culturas que amenazan con perder sus bordes, derretirse, terminar al fondo
del perol oxidadas o convertidas en hollín?
La curva de mi imaginación vislumbra prados
donde corrientes eléctricas evoquen en mi piel
el placer de una inteligencia multitudinaria
acoplada a las terminales y puertos de mi cuerpo.
Eva irredenta no vacilo en arrancarle al oscuro árbol del conocimiento
esta nueva manzana lustrosa e impredecible.
Para morderla. Para dejar que me corra su jugo entre los dientes.
Y entregarme a la «kibernitis»
ese suave bamboleo del remero corrigiendo el rumbo,
de donde nos viene «cibernética»
la máquina moviéndose entre el uno o el cero.
Aspiro el zumo híbrido de la fruta prohibida
que se ofrece a la ávida ciudad de mi intelecto.
Me deleito en el placer digital,
en el tacto que palpa y descifra
el ritmo de un orgasmo matemático.
Navegando por los vastos espacios interconectados
afirmaré sobre el teclado la nostalgia por las quimeras
y la irrenunciable permanencia de los gozos esenciales:
el rosa oscuro de los cuerpos. Su fusión nuclear gestando el Universo.
La eternidad de los columpios en los parques.
La urgencia de llorar ante el dolor ajeno.
Así daré testimonio de la raíz.
Me alzaré hacia nuevos Universos
llevando en los labios el sabor áspero de la Tierra
madre nuestra en medio de los electrones,
única placenta insustituible.